ANÁLISIS POLÍTICO Y SOCIAL, MANEJO DE CRISIS, MARKETING, COMUNICACIÓN Y ALTA DIRECCIÓN

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jueves, 27 de enero de 2011

ENCAPUCHAMIENTO PARA OCULTAR IMPUNIDAD EN LAS POLÍTICAS DE LOS ESTADOS NACIONALES


ENCAPUCHÉMONOS.
Ordenamiento para defender el statu quo, pero al mismo tiempo para promover el cambio.
Por Baltasar Hernández Gómez


ACTO 1.
El verdugo encapuchado enfiló el hacha hacia la cabeza del hombre acusado por sus enemigos ocultos de herejía. La navaja bajó a la velocidad del rayo y partió el cuello…..la testa ensortijada concluyó su caída en una cesta de mimbre. Cuando la muchedumbre enardecida calmó los ánimos y fue desapareciendo de la plaza, José despojó sus facciones del pasamontañas picudo que lo cubría de miradas morbosas, recuperando poco a poco su talante de católico afligido y devoto de los diez mandamientos que Moisés enseñó a las doce tribus de Israel al bajar del monte Sinaí. El hombre de treinta y cuatro años suspiró hondo en la mesa vieja de madera de pino que estaba colocada a la entrada de su aposento, rodeado de su esposa e hija adolescente, quienes no se explicaban por qué cada viernes por la tarde el jefe de familia lloraba en silencio mientras sorbía la sopa de papa.

Sólo él sabía que blandiendo el hacha podía expiar el pecado recurrente de soñar que no pagaba tributos a los señores feudales. Haberse convertido en verdugo era la vía más corta –repetía hasta el cansancio el sacerdote- para que adquiriera un lote cercano al cielo de los justos. Sin embargo, sin saberlo, semana tras semana, iba acumulando perversiones difíciles de borrar y ser perdonadas por el todopoderoso. El ejecutor aceptaba su atroz trabajo porque en ello le iba el perdón por pensar y sentir distinto al de sus vecinos, pero en su interior sentía deambular a los más extraños demonios que no se cansaban de repetirle que los sextos días su entrada al infierno estaba abierta de par en par.

La capucha escondía no solamente el rostro del verdugo, sino la impunidad del clero y la monarquía que resguardados por el anonimato eliminaba enemigos económicos, políticos y religiosos sin concebir ni un ápice de culpabilidad. La inmoralidad, las bajas pasiones y los intereses más perversos de las clases pudientes se escondían tras la capucha de José y ante esto ni la súplica, el llanto o la misericordia podían cambiar las decisiones inquisidoras de extirpar los males por medio del hacha.

Con el paso de los siglos las capuchas quedaron colgadas en las catacumbas y aparecieron los protocolos sociales, las normatividades jurídicas, las policías, cárceles y las nuevas sanciones morales para ajusticiar a los opositores de los regímenes autoritarios sin tener que utilizar procedimientos arcaicos de tortura y muerte.

ACTO 2.
La recatada condesa se desplazaba como pluma que lleva el viento por el pasillo superior del Palazzo Grassi, iba rauda y veloz para encontrarse con su amante. Abajo, el baile de las máscaras venecianas estaba en apoteosis porque las doncellas más bonitas de la isleta de Murano iban a presumir sus antifaces de cristales multicolores. El conde de Mocenigo platicaba con el obispo de la catedral de San Marcos, volteando a diestra y siniestra para ver si ubicaba a su esposa, pensando en que el torneado cuerpo de su consorte estaba desaguando en el baño de mármol blanco del segundo piso. Luigi, como le decían sus iguales intentaba ver la máscara de hada platinada, bordada con perlas de río, que traía puesta la condesa, para zafarse de la aburrida conversación del jerarca católico que lo abrumaba con sus lecciones de ética medieval.

Arriba, el antifaz de color plata fue tirado en el piso de la recámara principal del castillo –de la vieja Tomassi Grassi- desvelando el rostro rosáceo de la señora Mocenigo, quien con furor besaba los labios del joven amante venido de Florencia para el carnaval del último año del siglo XVIII. Algunos invitados vieron entrar a la mujer y al hombre disfrazados sin saber que luego de unos minutos iban a ser protagonistas del festival lascivo de carne trémula por la represión mental. La mujer frondosa tenía la seguridad de no ser reconocida y eso le daba la valentía negada en quince años de matrimonio. Cada año añoraba ponerse máscaras, porque así conseguía mancebos dispuestos a regar con fluidos su piel marchita debido a los placeres negados por su decrépito marido.

Las máscaras eran las capuchas pre-modernas que escondían la doble moral, la miseria de las clases dominantes, el cinismo de los poderes eclesiásticos y civiles, la voracidad de los comerciantes y banqueros, pero sobre todo el desprecio a los desposeídos. Cada año, las morales privadas abandonaban los nichos de la resignación a forciori, para dar rienda suelta a la bacanal, esa que es siniestra, ya que está acompañada de la secrecía que trata de aparentar virtudes, viviendo en felonía.

Después de trece minutos, María de Mocenigo enfundada en su largo vestido color púrpura y máscara plateada tapaba con sus manos olorosas a feromona ajena la cara de su esposo. El conde, inmediatamente volteó el rostro depositando un beso sonoro en la mejilla de su cónyuge, presumiendo a la alta sociedad veneciana de poseer una esposa hermosa, virtuosa, sumisa, recatada y respetuosa de los designios de Dios. Las máscaras dan sorpresas no solamente a quienes las ven, sino también a quienes las portan. Un Padre Nuestro para la redención de los pecados de doña María, ni más ni menos.

ACTO 3.
Frente a la hoguera los encapuchados blanquecinos vociferaban las peores groserías. La discriminación brotaba por cada poro de piel albina de los habitantes de Lousiana, mientras los cuerpos de jóvenes negros crispaban por la elevada temperatura de la madera de abedul encendida con gasolina. Los conos y máscaras tapaban casi la totalidad de los rostros de políticos, policías, granjeros, comerciantes, amas de casa y estudiantes que seguían insistiendo que los negros debían seguir siendo esclavos al servicio de los arios.

Ningún sentimiento de bondad podía apreciarse por las rendijas faciales de los disfraces de verdugo en blanco que llevaban puestos los participantes en ese acto de barbarie para quemar vivos a mujeres y hombres que tenían un tono de piel distinto a la de ellos. No había hachas o dobles morales, sino una catarsis destructiva que era permitida por las autoridades de esa región de los Estados Unidos de Norteamérica, para disminuir presiones sociales, políticas y económicas desde el siglo XIX hasta nuestros días.

La leña tronaba con un ruido tan terrorífico que hacía huir a los animales de los pantanos circundantes, mientras el joven preparatoriano que entre semana visitaba a su novia mormona, gritaba ¡Muerte a todos los negros del país! A su lado estaba gesticulando el abarrotero, el peluquero, el sacerdote presbiteriano, la profesora de secundaria, el agricultor, el patrullero y el alcalde bailaban con frenesí por los clamores de los negros que se achicharraban lenta y dolorosamente en la pira. Nadie se atrevía a mencionar que muchos tenían erecciones inmediatas al ver los cuerpos turgentes de muchachas afroamericanas que caminaban rumbo a los plantíos de algodón. Sólo en las cuestiones sexuales –decían en secreto- no hay inconvenientes de color.

A finales de la década de los años sesenta hubo centenas de detenciones y encarcelamientos de encapuchados del Ku Klux Kan por parte del FBI, que aún cuando fueron acciones ejemplares no han podido erradicar el racismo que todavía subsiste en el sur, este, oeste y norte en los Estados Unidos, así como en otros países, tales como Alemania y Reino Unido. En la primera década del siglo XXI las capuchas blancas han sido transfiguradas en ediciones impresas, audiovisuales, en leyes, concesiones del poder, lecciones religiosas o mensajes culturales discriminatorios, que no requieren de tela u hogueras para continuar siendo efectivas.

ACTO 4.
El “tapadismo”, factótum metaconstitucional concentrado en los presidentes en México, fue el método antidemocrático para la designación de su sucesor a modo [símbolo sexenal del relevo de poderes que se dio en el periodo comprendido de 1940 a 2000]. Éste hizo que los políticos y funcionarios cercanos al titular del Ejecutivo federal movilizaran sus fuerzas de apoyo, rumores, publicidad e intrigas para ser los beneficiarios del dedo que los posicionaría en el Palacio Nacional.

El “tapado” fue la figura masculina identificada gráficamente con una capucha en blanco o negro, que dejaba ver -sin explicitarlo- que ningún político podía sentirse seguro de la candidatura a presidente de la República, gobernador, senador, diputado, presidente municipal, regidor o líder político autorizado, pues la voluntad del tlatoani que habitaba la residencia oficial de Los Pinos era alfa y omega del sistema político mexicano. Ante un régimen unipartidista, corporativista y controlador absoluto de los medios de comunicación; las intenciones presidenciales eran mandato supremo para la sociedad política.

Nadie podía actuar o moverse de manera anticipada a los preparativos autoritarios y surrealista del presidente, pues aunque todos creían poseer los dotes para ceñirse la capucha que los blindara frente a la crítica y confabulación de enemigos, que pudieran cambiar la decisión del Ejecutivo en turno, ninguno podía afirmar al ciento por ciento que era él y sólo él quien tendría la ocasión para elevarse como el nuevo “faraón” de la nación localizada al sur del máximo exponente del capitalismo: Estados Unidos de Norteamérica.

La capucha del “tapado” funcionó casi 60 años y no obstante que ciertos intelectuales y cientistas orgánicos se desviven en resaltar que este fenómeno ya no existe, la verdad es que sí persiste, pero ahora metamorfoseado en formatos menos punitivos. Basta recordar las “pasarelas” de servidores públicos del gabinete presidencial para cautivar a los grupos sociales; las secretarías de Estado erigidas ex profeso para ser las encargadas de programas sociales, educativos, salud y vivienda; de creadores de fundaciones y asociaciones civiles que rebasen las estructuras partidistas y sean las plataformas de “candidaturas ciudadanas”; de los contubernios entre los clanes de poder a nivel nacional y regional que imponen candidatos a puestos de elección popular.

Hoy en día está en boga que los “tapados” posmodernos porten la capucha hecha a la medida por la mercadotecnia política, la cual potencia virtudes, conocimientos, experiencias y habilidades de los candidatos seleccionados por la partidocracia, dotándolos de la cualidad de mercancía política susceptible de ser “comprada” por las masas: mucha forma y poca esencia. Estas capuchas son más peligrosas que las de color negro, blanco o incrustadas de piedras preciosas o lentejuelas, pues aniquilan las aspiraciones y vidas de millones de personas que se debaten en la pobreza más vil por la falta de oportunidades reales de empleo, alimentación, vivienda, servicios de salud, educación, cultura, deporte y entretenimiento.

ACTO 5.
Hace menos de treinta años, las imágenes transmitidas de las fuerzas del orden público en sociedades de “primer mundo” como Italia y Reino Unido, así como en países latinoamericanos periféricos, como el caso de Perú, Ecuador y Colombia resultaban extrañas, por decir lo menos, toda vez que aparecían enfundadas en pasamontañas. Nos parecía raro visualizar a policías y militares encapuchados para cumplir con sus labores cotidianas de detener a las “malévolas asociaciones delictivas” ¡Eso pasa allá!, decíamos por acá.

Pero llegó el momento en que lo de allá se vino para acá y precisamente desde que el presidente Felipe Calderón Hinojosa inauguró la Guerra contra el crimen organizado (diciembre 2006), empezó a operar en México la estrategia de encapuchar a los mandos y tropa pertenecientes a las fuerzas militares y policiales focalizadas en tareas operativas. Con la argumentación de no poner en peligro a los miembros de los aparatos represivos del Estado, las dependencias encargadas de enfrentar a las mafias han venido uniformando a sus elementos con vestimentas y máscaras que impiden no solamente la identificación de sus portadores por los sicarios, sino para la comunidad societal que tiene derecho a que sus supuestos guardianes no se amparen en el anonimato. Basta y sobra con el poder que les dan las placas y credenciales metálicas, así como el despliegue ostentoso de vehículos, armamentos y blindajes, para que ahora aparezcan con capuchas y actitudes despóticas y arbitrarias.

Por la carencia de controles administrativos, de capacitación-actualización, mecanismos que midan, regulen y supervisen los niveles de confianza y capacidad, así como de normatividades jurídicas en las corporaciones locales, estatales y federales, se hace presente la desconfianza y el temor fundado de la ciudadanía. Son muchos los actos donde militares, marinos, policías federales o de estados y municipios pisotean los derechos humanos; desaparecen a “personas sospechosas”, periodistas o políticos opositores; asesinan sin consideración tanto a niños, jóvenes como adultos mayores y discapacitados; y detienen y denigran a personas de bien. En la mayoría de los casos los organismos que presumen “servir y proteger” ofrecen un perdón casi imperceptible por los daños colaterales, que irremediablemente son achacados a la “ferocidad de los criminales”. Nada de juicios y castigos. Nada de justicia civil o militar………………sólo suspensiones, cambios de plazas, despidos, ocultamientos administrativos, pero eso sí mucha impunidad.

Un botón muestra es el asesinato de un escolta del presidente municipal de Ciudad Juárez, Héctor Murguía Lardizábal, así como la falta de respeto a su investidura y la amenaza real de muerte cuando éste se presentó en el hotel donde pernoctan los miembros de las fuerzas federales en la zona fronteriza más emblemática del estado de Chihuahua (martes 25 de enero/2011), para pedir explicaciones. Entre capuchas y uniformes oscuros, armas cortas y largas, camionetas con sirenas ensordecedoras y luces cegadoras, pero al unísono entre mentadas de madre y amenazas de ¡Mejor los matamos a todos y se acabó este pedo!, el actual alcalde de Juárez fue participante de un festín donde relució la arbitrariedad policial.

Casi a diario, los mexicanos somos impactados con imágenes de asesinatos que cada vez son más sanguinarios e increíbles por el grado de horror aplicados, pero también por el paso continuo de convoyes de autos, camionetas, helicópteros, tráileres y artillados de la policía federal, Sedena y Marina, en cuyo interior viajan encapuchados con cara de pocos amigos ¿Quiénes son los buenos, aliados y defensores y quiénes los malos? ¿Qué confianza pueden transmitir encapuchados que no hablan, que no tienen una educación mayor o acaso bachillerato terminado o inconcluso y que no conocen sobre derechos humanos? Para enmascarados los payasos que algunas veces espantan a infantes, los luchadores sobre el ring, los invitados a una fiesta de halloween, los que desfilan en una procesión católica en semana santa ¿Pero los policías y militares? ¡Por favor, ya basta!

¿De quién nos defendemos? ¿De los pitecantropus erectus defensores de la ley amparados en el anonimato que otorga la capucha negra y que sienten que los civiles son malagradecidos porque no se valora su entrega sin cuartel a los fines más nobles de la patria? ¿De los sicarios que eliminan a todo lo que consideran obstáculo para la ampliación de sus plazas? ¿Pedimos identificación o una bala al tener la osadía de exigir garantías? ¿Creemos en los encapuchados originales, en los clones, réplicas o piratas?

EPÍLOGO DE LA OBRA.
A diecisiete años y veintiséis días del surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el estado de Chiapas, los indígenas encapuchados, con armas de verdad y otras realizadas con madera, acompañados por el Sub, de origen urbano, pero no por ello ilegítimo, se presentaron como los mexicanos “sin rostro y sin voz” penetraron en la psique social, alcanzado enormes niveles de simpatía y unidad que no habían sido vistos desde la Revolución mexicana.

Los encapuchados chaparritos, con paso marcial y con la dignidad de quienes no tienen miedo de perder la vida, porque desde su nacimiento les quitaron los derechos a vivir con dignidad, dieron lección de honorabilidad a los mexicanos y a la ciudadanía universal de enfrentarse a los detentadores del poder político y económico, alzando la voz con energía y optimismo, demostrando que, aún cuando los sistemas políticos defienden con todos los recursos disponibles a las élites, la sociedad puede levantarse para exigir y tomar lo que le corresponde.

De este tipo de encapuchados quisiéramos ver caminando en las calles de ciudades y poblaciones suburbanas y rurales. Ocultos con pasamontañas connotando que no importan sus caras porque se las quitaron e ignoraron desde su nacimiento y sin infundir terror o para esconder acciones ilícitas. Quiero destacar que hablar de este tipo de capuchas no significa alentar movimientos subversivos, porque de lo que se trata es poner el acento en la sílaba adecuada y voltear a ver que los ocultamientos a propósito tendrán que caer cuando se instaure un modo de vida democrático que dé a cada quién su cada cual. B.H.G. Ω

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