ICONOGRAFÍA POLÍTICA EN MÉXICO: EL OBJETIVO ES DOMINAR.
SÍMBOLOS POLÍTICO-RELIGIOSOS EN MÉXICO
Por Baltasar Hernández Gómez
Ayer
Hablar de la iconografía política y religiosa es remontarse a la primigenia del Hombre, ya que las representaciones que se han hecho de la realidad están mezcladas con el sentido divino y lo que los sujetos sociales no entienden. En la estatuaria (*) subyace el deseo de extender cultos hacia algo o alguien, tratando de abarcar la sujeción espiritual de grandes núcleos sociales. Las figuras representadas pretenden ser una aproximación a las virtudes y facultades de los seres extraterrenales poderosos, para que, a través del contacto directo, protejan a sus portadores.
Una de las funciones de la escultura (figurillas, estatuas o monumentos) es crear simulacros de lo divino-infinito. Las efigies religiosas y políticas tienen una influencia que va más allá de la apariencia ideal, pues recrean comunicación, juicios valorativos y sumisión en el ámbito de lo material. Así entonces, las estatuillas son simbología pura, que acaban por confundirse con los poderes que escenifican. El icono se presenta como ser sobrenatural y líder con poder. Las imágenes políticas enseñaron las supremas cualidades de faraones, césares y reyes, para recordar el poder que ejercen en lo general, pero al mismo tiempo a nivel personal e íntimo en la existencia cotidiana.
Ambas representaciones -político/religioso- llevan de la mano a las mujeres y hombres a un sitio de dominación, sea éste espiritual o social. Por tanto, los significados visuales y táctiles fueron concebidos (y lo siguen siendo) herramientas de culto, que desbancaron los ritos primitivos de adorar al sol, la luna, el rayo, la tierra o el agua (1). El arte estatuario sirvió a sacerdotes y gobernantes a desviar la apropiación directa de las divinidades, haciéndolas objetos palpables y móviles para ser adoradas como representaciones oficiales de quienes ordenan fabricarlas, comerciarlas y poseerlas.
Con el paso del tiempo, las estatuillas simples fueron convertidas en esculturas, pinturas y oraciones, a fin de que fueran objetos para la mediación entre lo divino y lo terrenal. El arte figurativo encarnó a las fuerzas de lo desconocido, de la naturaleza (animales, plantas y los cuatro elementos) y las capacidades de “los más fuertes”. Con las transformaciones sociales, económicas y políticas de las sociedades organizadas, la iconografía fue enfocada a la abstracción de las divinidades: el fuego, relámpago, lluvia y viento pasaron a adquirir forma humana. El dios o la diosa eran símbolos más cercanos al género humano. El argumento fue: mejor tenerlos identificados a imagen y semejanza del hombre, que perderse en miles de representaciones que podían dificultar el control de las instituciones religiosas.
Para efectos de este trabajo me centraré en la estatuaria católica, no porque la egipcia, griega, romana, hebrea, islámica, china o mesopotámica no tengan valor universal, sino porque es el cristianismo -transmutado en poder de Estado- quien ha permeado a la cultura occidental. Todo comenzó con el pan y el vino; luego fue la cruz, los utensilios litúrgicos, para finalmente pasar a la devoción de iconos presumiblemente sagrados (espinas de la corona de Cristo, la copa de la última cena, los clavos de crucifixión, el manto que envolvió el cuerpo de Jesús, etc.).
Todo lo que había pertenecido al hombre-dios fundador de la cristiandad debía ser resguardado y adorado por los creyentes. No obstante lo redituable y efectivo que fue exhibir dichos objetos de culto, los implementos divinos se agotaron y la jerarquía católica tuvo que apoyarse en representaciones pictóricas y en estatuillas, para recordar a los fieles su cercanía con Dios. Aquí surgieron las iconografías más conocidas: dios sangrando en la cruz, la virgen María cubriendo las heridas de su hijo, el pesebre que albergó el nacimiento del niño Jesús: todas ellas escenas remasterizadas de los primeros símbolos de adoración.
Posteriormente el catolicismo quiso ser portátil, es decir, que sus símbolos divinos no sólo pudieran ser observados y adorados en las iglesias, monasterios o catedrales, sino que se pudieran llevarse en los bolsillos o ponerse en las casas, con el propósito de mantener fija la sumisión a los designios celestiales y a quienes se asignaron la franquicia en la Tierra.
Llegado el momento el Padre, Hijo, Espíritu Santo, María y José ya no fueron suficientes para reproducir el poderío de fe católica, por lo que empezaron a alzarse figuras humanas que, después de su muerte y por acciones de heroísmo, ayuda o entrega en sus localidades, fueron convertidos en santos (título religioso que es una especie de nombramiento celestial para interceder por los hombres). Santas y santos aparecieron a lo largo del Medioevo, dejando patente la fidelidad y entrega de los católicos que, con la venia del Papa, ahora estaban en el círculo cercano de la divina trinidad, s.a. de c.v.
El hoy de hace algunos cuantos años
En lo que respecta a las representaciones del poder político, los gobernantes fueron inmortalizados en monedas, estatuas públicas, sellos, cargos burocráticos, edictos, ordenanzas, panfletos y billetes en su zona de dominación, para dejar muy claro su rol hegemónico en la vida colectiva. Los iconos religiosos pasaron a metamorfosearse en poderes terrenales, pues ahora podían portarse en el cuello, apreciarse en lo subliminal de las imágenes de circulación masiva y hasta en pequeños artefactos mp3 para escuchar el rosario, mañana, tarde y noche.
Cansados de adorar las figuras moldeadas o pintadas de los santos tradicionales, el vulgo ha inventado una simbología más acorde con sus realidades regionales, sin obviar el sincretismo con otras deidades. En México, por ejemplo, la santa muerte tiene un culto bastante extendido, que aún cuando no es avalado por la cúpula católica, adhiere simpatías. Esta figura de esqueleto con túnica y guadaña instiga a sus fieles a pensar que la vida no vale nada, que es más importante vivir el momento, que añorar eternidades.
Es un símbolo revelador de que la religión se ha equivocado al preservar la idea de que la felicidad e inmortalidad se encuentran en “la otra vida”, pero no en el aquí y ahora. La “niña blanca” -como también se le conoce- es baluarte de los comerciantes ambulantes, mafiosos y hombres intrépidos. En este nuevo panteón aparece la estatuilla no reconocida de San Malverde, oriundo del estado mexicano de Sinaloa, como protector de narcotraficantes, causas difíciles y más.
En la vertiente ortodoxa, siguen imperando los santos que auxilian a encontrar amor, trabajo, felicidad, así como otros que son protectores de gremios, tales como: transportistas, sordos, músicos y políticos, etc. Hay otros santos, que no son propiamente eso, pero que tienen funciones específicas en el terreno de la política: el político/gobernante que, con los poderes concedidos por el sufragio popular, la investidura de su encargo público y las leyes, asume omnipotencia. En las sociedades del siglo XXI, aunque parezca cómico, los ciudadanos viven con la esperanza renovada de encontrar al líder, al partido, que concentre las mejores facultades del mesías salvador de todos los males que aquejan al planeta.
Hace apenas 63 años que la representación del “santo” político engarzado en apariencia de general-caudillo fue cambiada por la de presidente civil, político, administrativo, preparado, educado y mesurado. A estos atributos -geniales para crear el mito de omnipresencia- se sumaron las capacidades metaconstitucionales que lo ponían como superhombre que todo sabía, hacía y remediaba.
Desde el mandato de Miguel Alemán Valdés hasta Carlos Salinas de Gortari los presidentes de México eran glorificados, respetados, reverenciados e idolatrados casi faraónicamente. Las fotografías del Ejecutivo en turno estaban en escuelas, oficinas públicas, periódicos, revistas, medios electrónicos y casas, como recordatorio que había un dios político vivo para resolver los problemas coyunturales del sexenio.
La investidura presidencial trajo consigo la potestad de expropiar, solucionar problemas legales y administrativos, regalar terrenos, casas, títulos profesionales, becas, dinero en efectivo, salvar vidas, o bien, eliminarlas si eran problemas para la conservación del poder. En cada sexenio había una readecuación del santo patrono de las causas nacionales. Este culto a la personalidad vino a maximizarse con los medios masivos de comunicación, quienes influyeron en potenciar la presencia del presidencialismo en todas y cada una de las actividades sociales.
El dios-presidente y su séquito de santos, divididos en áreas de atención (educación, economía, defensa nacional, desarrollo social, etc.) fueron introducidos en el imaginario colectivo como iconos de poder: presentaciones, discursos, informes de gobierno, giras de trabajo, inauguraciones de obras, viajes al extranjero y contacto con el público. La figura del presidente todo poderoso, apoyado en la “biblia” constitucional arrancaba la admiración y el temor de propios y extraños, compitiendo con las alegorías católicas, que estaban confinadas al plano personal y enclaustradas en iglesias o capillas familiares. El presidente en turno reunía la fascinación de millones de mexicanos que, una vez cumplidas sus labores espirituales los domingos, podían sentir el poder terrenal del hombre y su equipo, al que habían convertido en dios-mortal por causa del voto.
La catequesis política se repetía a toda hora por intervención de la televisión, periódicos, radio, anuncios espectaculares y libros de texto y con ello se adoctrinó. Con esta política los mexicanos de todas las edades acabaron por aceptar que con el presidente todo y sin él nada. La democracia se erigió en el imperio de los nuevos “césares” a la que sólo se podía acceder por medio del partido Gobernante. Asimismo, este culto inculcó la reverencia ciudadana, que fue traducida en obediencia, inmovilismo y carencia de protesta. La idea central fue moldear a mexicanas y mexicanos sin crítica, pero sobre todo sin habilidades para confrontar las raíces del poder antidemocrático.
Sólo bastaba con observar la fotografía oficial del presidente, orar para que hubiera condescendencia y esperar cambios “a la buena de dios”. El sistema político y su esfera electoral retomaron la obligación de ir a misa (en vez de ir los domingos, días de festividad o cuando el problema era muy grave, ahora acudían cada 3 ó 6 años a sufragar, en una especie de compensación de culpas o pedimentos materiales) para ver si la Revolución, a través de los candidatos ganadores, terminaba por concretar atención y sometimiento.
Mexicanos en los rangos de edad de 40 a 70 años crecieron bajo la tutela del santo patrono presidencial, llevando en la mente y en forma de figurillas, la fotografía, el material de campaña y la voz del Ejecutivo; pero también el logotipo del PRI y la idea de que el país era la tierra prometida a la que todavía no se accedía. Algunos cuantos, en comparación con las masas, llevaban a escondidas otras figurillas de líderes y partidos.
Presente y futuro
Después de la alternancia del año 2000, disfrazada de transición y cambio, la estatuaria política tuvo algunas modificaciones, pues la idolatría del presidente fue profundamente reformada en “tuteo”: Vicente Fox Quesada, quien ocupó la presidencia de la República en el periodo 2000-2006, quiso bajar su investidura a la colectividad. Se perdieron los monumentales discursos, las palabras rimbombantes, la visión del líder que todo lo podía. Obligado (sobre todo motu proprio por su impericia como político y estadista) a desterrar lo que se percibiera como pasado priísta, Fox puso al alcance de los ciudadanos organizados y no; de periodistas y comunicadores; de empresarios y opositores, la figura presidencial.
El otrora símbolo de intocabilidad se volvió extremadamente humano. Sus aciertos eran minimizados a cada instante y sus errores expuestos en grado superlativo. Vicente, “Chente” como le gustaba que le nombrara la vox populi, hizo que los ciudadanos no reconocieran como imágenes de respeto su rostro y actos, mucho menos la de sus allegados, familiares y partido. Mi objetivo es describir lo que ha ocurrido, nunca añorar la vuelta de prácticas adulatorias a la presidencia o al sistema político. Haciendo esta oportuna aclaración, comentaré que Vicente Fox destruyó el legado que apuntalaba la estructura de poder en México y el sistema sufrió las consecuencias: un elemento visible es que nadie imaginaba que en menos de 9 años, el PRI recuperara importantísimos territorios de influencia política en entidades federativas, municipios y escaños legislativos. Pero lo más grave es que jamás se materializó la transición tan añorada.
El PRI ha reformateado, entre otras cosas, la simbología político-religiosa, que ahora es investida de poderes mercadológicos. Los mensajes, candidatos y gobernantes provenientes de sus filas tricolores se están posicionando como los nuevos santos que pueden interceder ante la ineficacia de gobiernos panistas y perredistas. Estos últimos lograron situar a uno (Andrés Manuel López Obrador) en la querencia de millones de mexicanos, pero debido a peleas intestinas, falta de unidad y proyectos sustentables él y su partido tiraron al vacío el bordado fino para permanecer como opción principal en el concierto electoral.
El PAN, una vez que llegó a la conclusión de que si seguía repitiendo la imagen de un presidente al estilo de Fox Quesada no cosecharía nada bueno, finalmente dio apoyo a Felipe Calderón Hinojosa para transmitir mesura, equilibrio y firmeza, pero alejado de cualquier tipo de ocurrencias al estilo del “Ejecutivo vaquero”. Hay que recordar que cuando tomó posesión el presidente Calderón (en medio de una fuerte pugna partidista en el Congreso, donde incluso hubo golpes e insultos, delante de mandatarios, príncipes y los ojos del mundo), hizo alarde de sobriedad absoluta. Su primera acción fue conformar una causa que estuviera apoyada por correligionarios y ciudadanía en general: la lucha frontal (por lo menos mediática) contra el narcotráfico, tópico que se volvió la prioridad número uno en México.
La representación de Felipe Calderón es la de un presidente, enfundado en gafas, banda presidencial, fuerza de los aparatos represivos y empuje del marketing en los medios de comunicación que, acompañado de la “primera dama”, está sorteando la mar de disfuncionalidades internas y externas. Sus causas político-religiosas no son sólo simbólicas, pues literalmente está empleando lenguaje litúrgico y versos bíblicos para publicitar sus obras, honrar a sus amigos fallecidos y atacar a los enemigos. Su presencia de hombre ecuánime, el logotipo blanquiazul, la pléyade de artistas, intelectuales, comunicadores y deportistas que se han sumado a su causa, llenan las pupilas y oídos de millones de mexicanos.
Su religión politizada se concentra en atacar al narcotráfico, a la delincuencia común, a la corrupción y mal manejo de la política, a vanagloriar los buenos resultados de su gobierno y cómo salir lo mejor librado de la crisis económica globalizada. Los creyentes de Calderón Hinojosa (300 mil menos que su más cercano competidor López Obrador, en las elecciones de 2006) todavía creen en él, aunque hay señales de dudas con respecto a su efectividad. Se debe tener presente que los estragos de la crisis están consumiendo la economía de cientos de miles de familias y, hasta la epidemia de influenza tipo A es vista como distractor, que para muchos teóricos de la conspiración resulta similar al fenómeno “chupacabras” o el fenómeno ovni.
A punto de que se realicen las elecciones del 5 de julio de 2009 y a 3 años de 2012, se están preparando un buen número de santos y santas para que millones de votantes inscritos en el padrón del I.F.E se encomienden. Los mass media son los púlpitos donde las diferentes “religiones políticas” se darán a la tarea de convencer a la feligresía de los dones de cada uno de sus iconos. Así veremos a San PANfilo, Santa PRIstina y San Perredestroiko quererse apoderar de las cuotas electorales suficientes para sus templos de poder.
En este universo político-religioso se aparecerán querubines como: san Enrique, san Andrés, santa Beatriz, san Manlio, santa Elba y san Jesús, apoyados por una sarta de ángeles protectores: san Germán, san Chente y san Cuauhtémoc, así como docenas de almas caritativas en tránsito de llegar al cielo o al purgatorio. Muchos ciudadanos elevarán sus plegarias para conseguir que San Teletón, San Melate, San Kilo de Ayuda, San Monte de Piedad y San Oportunidades, les otorguen alguno que otro paliativo, para sobrevivir ante la crisis. Los slogans serán extractos del evangelio doctrinal de candidatos y partidos, para determinar diferencias de credos y lograr captar el mayor número de sufragios efectivos para llegar a los reinos del Ejecutivo y Legislativo. Amén. B.H.G.
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(*) Está referida a las obras artísticas hechas con algún material duro (arcilla, mármol, hierro, madera, etc.) para proyectar un elemento estético humano, natural o de orden abstracto. Comúnmente son figuras de adoración o decoración, que pueden colocarse o llevarse, es decir, los hombres pueden traerlas consigo, ponerlas en sus hogares o ponerlas en lugares públicos.
(1) En las culturas de la antigüedad los individuos llevaban consigo o depositaban en un rincón exclusivo, figurillas en arcilla para recordarles su comunión con dioses protectores.
Etiquetas: comunicación política en México, Iconografía política en México, presidencialismo y culto político en México, santos políticos mexicanos, símbolos político-religiosos
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