ANÁLISIS POLÍTICO Y SOCIAL, MANEJO DE CRISIS, MARKETING, COMUNICACIÓN Y ALTA DIRECCIÓN

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martes, 24 de mayo de 2011

MUERTE EN ACAPULCO, GRO POR LA INSEGURIDAD


UNA HISTORIA COTIDIANA DE TERROR.
¿Realidad o ficción?
Por Baltasar Hernández Gómez.


Cándido Peláez es uno más de los jóvenes profesionistas que invirtió sus ahorros para abrir un negocio en Acapulco. Quiso hacer de su sueño recurrente una realidad: abrir un snack-bar en la principal avenida del puerto. La tarea no solamente implicó poner en juego el capital ahorrado durante seis años, sino discusiones interminables con su esposa, familiares y amigos para convencerlos sobre la viabilidad empresarial del antro que traía rondando desde hacía tiempo en la cabeza. Diseñó el concepto, pintó paredes, tomó cursos de manejo de personal y contabilidad, compró mobiliario y atrajo un montón de cachivaches propios y prestados para decorar el local.

Así pasaron dos meses de esfuerzo físico y mental, dolores de cabeza, dinero en rentas adelantadas, muebles, vasos, copas, botellas de licor, contratación de empleados, iluminación, así como hardware y software para computadoras. Al final de esta odisea, el bar Happy World estuvo por fin listo para la inauguración. Primero fueron los amigos, ex-compañeros de universidad, familiares, pero posteriormente afianzó una clientela ganada por la novedad y la calidad del servicio. Durante los primeros sesenta días la venta de coctelería y botanas se incrementó en dos mil por ciento, situación que asombró a Cándido, que sólo había pronosticado permanencia y ligeras ganancias.

Cuando el negocio cumplió cuatro meses C-Peláez (como lo llamaban sus allegados) pensó abrir una sucursal en la zona diamante de Acapulco. Raudo y veloz comenzó a buscar local frente al hotel Princess, preparó convenios con proveedores y cuando estaba a punto de concretar la expansión comercial, un viernes, a las diez de la noche, llegaron al bar dos jóvenes con aspecto de físicoconstructores, vestidos con jeans azules y playeras entalladas de licra negra, haciéndole plática en la barra.

-Guau, es un bar de lujo.
-Bueno, no de lujo, pero sí diferente y con mucha originalidad.
-¿Entonces, toda va de maravilla?
-Muy bien, gracias. No me puedo quejar.
-¡Eso es todo amigo!
-Sí, afortunadamente el negocio va viento en popa.
-Tan bien que llegó el momento de que contribuyas a la “causa”.
-¿Contribuir?
-Algo así como pagar impuestos a Hacienda, pero ahora lo harás para “La firma”.

Ante el sarcasmo utilizado por los dos hombres mal encarados, Cándido reaccionó y retrocedió un paso atrás del mostrador. - ¿De qué se trata? -Que tienes que cooperar con mil quinientos pesos cada semana. -¿Por qué? -Porque así son las cosas, carnal. -Hasta el próximo viernes al filo de la medianoche. Cándido no contestó y sólo se limitó a ver cómo se alejaban del lugar en un auto convertible color azul marino estacionado en la acera contigua al bar.

Todas sus fibras íntimas empezaron a estremecerse en medio de sentimientos encontrados de temor e impotencia. Lo que quedaba de la noche fue una pesadilla y optó por cerrar el bar a la una de la mañana. De regreso a su casa no estaba seguro si lo venían siguiendo, si su familia estaba bien, si debía avisar a las corporaciones policiacas o simplemente someterse a las órdenes de los dos tipos con aspecto de chippendale.

Desde ese instante adoptó un rictus de desolación, algo parecido a la cara de un sentenciado a punto de morir en la horca y optó por guardar silencio. A nadie le expresó el incidente, ni siquiera a su esposa. Prefirió detener sus sueños y sumergirse en el terror de la realidad que, hasta ese momento, le había parecido ajena y lejana. Al otro día, muy de mañana, descubrió que su semblante ya no era el mismo, pues el brillo de los ojos se apagó. Su rostro fue envuelto en la máscara del miedo, agotamiento y arrugas prematuras.

Del sábado al jueves estaba, pero no estaba en el bar ni en su casa. Estaba ausente por completo, pues atendía sus deberes sin entusiasmo. Todos creyeron que le había dado dengue o influenza o alguna de esas enfermedades posmodernas que tanto aquejan a los citadinos. Incluso su esposa creyó que el mutismo se debía a que estaba engañándola con alguna cliente asidua del bar, o bien, la mesera con cabellera rubia y minifalda negra con blusa blanca de encajes sugestivos, que había divisado en la inauguración del antro. Lo cierto fue que en una semana bajó 7 kilos de peso y su boca se secó por completo.

Entre silencios eternos, delgadez y un terror que le calaba hasta los huesos, llegó el fatídico viernes. A las once de la noche, teniendo los ojos pegados a los cristales de la puerta de entrada del bar, C-Peláez vio entrar a los hombres de negro, que con una sonrisa de “perdona-vidas” lo saludaron como si fueran amigos de la infancia.

-Vinimos por el encargo Cándido. Éste los miró a los ojos con un miedo equiparable a estar en medio de una invasión alienígena. Bajó la vista. Extendió su brazo derecho e hizo entrega de un sobre amarillo que contenía siete billetes de doscientos pesos y uno de cien, cantidad de dinero que representaba el ingreso de tres días de trabajo. El más alto de los delincuentes sacó los billetes y tiró ostentosamente el folder sobre la barra. Acto seguido desenfundó de entre sus ropas una pistola 9mm y disparó al techo, rompiendo un cuadro del plafón del techo. Los nueve clientes que se encontraban en el lugar se tiraron al piso y ambos sujetos encaminaron sus pasos a la salida, de manera pausada. Iban riéndose por el estupor creado y, a punto de cerrar la puerta corrediza de cristal, regresaron a ver a Cándido, para advertirle: ¡Nos vemos en ocho días, no se te olvide! Jajajajajajaja.

Cándido tomó el teléfono y le comunicó a su esposa y luego a su padre sobre el incidente. Luego de treinta minutos tenía a toda su parentela adentro del bar. -Te lo dijimos Cándido, dijeron su cónyuge y familiares. -No creí que esto me pasaría, contestó con la cabeza viendo al infinito imaginario. -¿Qué vamos a hacer? -Hablar con las autoridades. Luego de que prácticamente sus seres queridos lo obligaron a tomar la decisión de denunciar el hecho, Cándido (que para ese momento ya había perdido el significado etimológico de su nombre) agarró el celular y llamó al 066. En menos de una hora, dos patrullas de agentes ministeriales, acompañados por una camioneta de militares se apostaron en el negocio.

-A ver, díganos qué pasó. -Desde hace una semana se presentaron dos hombres para forzarme a pagar mil quinientos pesos. El hombre de bigote ancho tomaba nota de los acontecimientos en una hoja de papel blanca y hacía garabatos que ni el mismo entendía. –Ajá, para la próxima semana no entregue nada. -Estaremos vigilando el lugar, no se preocupe. Tomaron fotografías, el sobre amarillo roto, el casquillo percutido de bala y algunos fragmentos de vidrios tirados en el piso. Cuando los agentes se retiraron del bar, la consigna que flotó el ambiente fue: el bar debe cerrarse.

Sin embargo, Cándido afirmó, a bocajarro, ¡No, no cerraré! Durante la semana su esposa lo presionaba para que no abriera más. Sus padres le insistieron que traspasara o rentara el antro. Él los oía, pensando que la extorsión desaparecería y la semana fue transcurriendo con la obsesión de ser vigilado. Entonces, el jueves, antes de abrir la cortina del bar, un joven de escasos quince años de edad le entregó un mensaje escrito en una cartulina fluorescente color verde que decía, con visibles faltas ortográficas: No te la bas a acavar. La cuota ahora es de dos mil quinientos pesos. Pasamos mañana a medianoche.

A Peláez se le salieron los ojos de sus órbitas y su corazón empezó a latir a mil por hora. Aún sabiendo de la amenaza, abrió el negocio puntualmente el viernes a las nueve de la noche y rezó para sus adentros un Padre nuestro con fe inaudita. A las doce de la noche con diez minutos, los dos tipos entraron con tres acompañantes rompiendo los vidrios de la puerta. Golpearon a los tres bebedores de la primera mesa, dispararon una ráfaga de balas a las botellas que estaban en la vitrina y golpearon con saña a Cándido detrás del mostrador. -Para que se te quite andar de bocón, dijo amenazadoramente quien fungía como jefe del comando.

-Mira a la calle desgraciado de mierda, le gritaron, agarrándole la cara para que volteara. Cándido abrió los ojos y observó que en la banqueta estaba el automóvil compacto de su esposa con ella adentro. -Coopera y nada le pasará.- ¡Sí, sí, eso haré de hoy en adelante, pero no nos hagan daño!, vociferó Cándido con los ojos humedecidos por un hilo de sangre que le bajaba de la frente. Uno de los tipos vestidos de negro, abrió la caja registradora y extrajo el dinero de la venta. Así de rápido como llegaron se marcharon en medio de una estampida de parroquianos, que ni siquiera pagaron las cuentas de consumo.

Cándido y los empleados cerraron el lugar, sin hacer comentarios. Se subió al carro de su esposa, quien se encontraba golpeada y llorando desconsoladamente como María Magdalena a los pies del Cristo crucificado. No hubo reproches, sino un sentimiento de solidaridad silenciosa ante el ataque. Después de valorar el incidente, Cándido prometió abrir el bar una semana más para encontrar a alguien que comprara el negocio que, para ese instante no era el “Mundo feliz”, sino el remedo de una serie apocalíptica de la década de los ochenta del siglo XX, para recuperar algo del capital invertido. Sus familiares se opusieron, pero no pudieron cambiar el parecer de Peláez.

La esposa y su hija de dos años tuvieron que refugiarse en Querétaro. Los padres salieron de su casa para irse a vivir a la colonia popular Renacimiento. Cándido, solo con su soledad, solo con su terror, siguió abriendo el bar. Con la ayuda de un mesero atendían a los pocos clientes que todavía conservaban valor para tomarse una cerveza en un sitio etiquetado con el signo de sangre. Así llegó el tercer viernes y Cándido se acomodó tras la barra.

Con puntualidad inglesa, los dos extorsionadores, que ahora venían vestidos con ropa blanca, como si fueran a recibir la hostia en primera comunión, le gritaron -¡Cáigase con el dinero, mi buen! Cándido bajó la mano y en vez de extraer dinero, sacó una pistola calibre treinta ocho, que tomó del ropero de su papá, y le pegó un tiro entre ceja y oreja al de la voz cantante. El otro lo repelió lanzándole dos balas. Cándido ensangrentado del pecho cayó al piso y el tipo siguió disparando a diestra y siniestra, mientras el mesero le clavaba en la garganta un pedazo de vidrio de un tarro de cerveza que se había roto en la trifulca.

Tendido como res en rastro clandestino quedó el cuerpo sin vida de Cándido. El bar se convirtió, en una fracción de segundo, en un sitio parecido a una vivienda bombardeada por las fuerzas estadounidenses en Afganistán o Irak. Leticia quedó viuda. Esmeralda, la hija, huérfana. Los padres quedaron sin primogénito. El bar fue remodelado por el propietario del local y puesto otra vez en renta como si no hubiera pasado nada. Los otros bares, farmacias, restaurantes, discotecas, hoteles, ferreterías, supermercados, tiendas de conveniencia, estéticas, instituciones educativas, entre otras decenas de giros comerciales, siguen pagando cuotas a otros tipos vestidos de negro, verde o del color que ellos decidan portar para seguir haciendo maldades inconfesables.

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¿Realidad o ficción? Que esta narrativa espeluznante sirva para que los hechos sangrientos que suceden día con día no sigan repitiéndose. Mientras la toma de consciencia llega a la ciudadanía, el discurso de las dependencias gubernamentales continúan expresando que la guerra contra el crimen organizado va ganándose y que pronto acabarán los asesinatos, secuestros, extorsiones, trata de personas, mercado negro de productos y órganos humanos. Las estadísticas muestran detenciones y decomisos, pero el horror sigue imperando en casas, calles y negocios, pero sobre todo en los corazones y mentes de millones de personas que no saben qué hacer, qué decir y cómo comportarse.

¿Qué nos queda por hacer? ¿Callarnos y seguir soportando? ¿Denunciar? ¿Marchar y exigir? ¿Comunicar para tener información objetiva y realista? ¿Continuar escuchando historias de horror y adoptar una postura de sordomudos a forciori? ¿Unirnos? ¿Con quién? ¿Para qué?

¿Yo? ¿Él? ¿Ella? ¿Ustedes? ¿Nosotros? ¿Ellos?.......Todos juntos ya. B.H.G. Ω

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1 comentarios:

A las 26 de mayo de 2011, 20:08 , Anonymous YADIRA ha dicho...

suena más a realidad desgraciadamente, ahora que soy mamá me aterra la realidad que vivimos todos los días, no es que antes no lo hiciera, pero ahora es más fuerte mi preocupación, quisiera uno escapar y vivir en un lugar más seguro, pero ahora me preguntaría que lugar seguro en México hay y hacerlo no es tan fácil; yo como cualquier ciudadana que queda? solo enconmendarme a Dios o a lo que se tenga fe todos los días antes de salir a la calle, tristemente eso es lo único que puedo hacer...

 

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