ANÁLISIS POLÍTICO Y SOCIAL, MANEJO DE CRISIS, MARKETING, COMUNICACIÓN Y ALTA DIRECCIÓN

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lunes, 26 de enero de 2009

EL DOLOR DEL CRECIMIENTO DE UN NIÑO

No he sido Yo, sino el Otro
(Segundo extracto del libro de mi autoría
Capítulo: De pronto anduve por la vida
Por Baltasar Hernández Gómez


Como astronauta que aterriza en medio del tráfico citadino, así fui ganando a pulso el control de mis actos y pensamientos. Aprendí a permanecer sereno frente a la anarquía. Tuve que aprender a ser el otro yo para no ser masacrado. Cuando me colocaron la etiqueta de niño supe que la señora que me cobijó desde muy pequeño era mi madre.

Cual hoja que vaga sin rumbo me aferré a lo inmediato y no pensé más en muertes ni monstruos. Me concentré en hacer uso de mis habilidades corporales y fui aprendiz de códigos comunicacionales para ser reconocido. Fui instruido en medio del sudor, lágrimas y sangre para materializarme y en la alegría de ser aceptado sentí la pena de perder mi individualidad.

Poco a poco empecé a convertirme en los otros y recibí un nombre, un blasón de sangre para defenderme de la diáspora de clanes rivales. Aprendí a amar y a fingir hacerlo para introducirme en la vida social. Las palabras, gesticulaciones y actos se acoplaron a paradigmas sociales. Con enorme tristeza me di cuenta que había renunciando a mi primer yo. Los convencionalismos me transformaron en un nuevo ser que requería ser admitido para evitar desprecios. El pase de entrada a la vida de todos fue ponerme una careta para convivir con los impares.

Aún hay nostalgia por volver a la eternidad de ser nadie y todo al mismo tiempo. Recordé que fui algo grandioso en mi primer albergue, pero acabé siendo un sueño, uno del cual los freudianos no encuentran interpretación.

Mi madre me repitió hasta la saciedad que debía despojarme de la herencia maldita de darle rienda suelta a mis impulsos, que debía controlarme, expresándome con el lenguaje aséptico del contrato social firmado por el intangible colectivo. La renuncia a la naturaleza de las cosas acabó con mis pretensiones de ser único. Mi caminar, léxico, actitudes y aptitudes se mimetizaron y nunca más volví a sentirme resguardado como en aquellos remotos días en que el útero era mi cosmos.

Me aferré a los otros utilizando el don que tienen los niños de saber quién lo ama y quién no. El espejo de la querencia fue ancla que evitó fugas y aprendí a empatar con mi sangre, amigos y extraños que llegaban poco a poco. Aprendí a querer tanto a los demás que me olvidé de amarme: el adentro ya no existía, sólo afuera.

Cada vez se me hacía más distante la concepción primigenia donde solamente estaba yo y nadie más y me convertí en alguien sincrético con el entorno, perdiendo la levedad del ser. Mi cara incorporó expresiones, mis ademanes admitieron señas comunes y mis conocimientos e inquietudes quedaron inscritos en modelos educativos. No era yo ni el otro yo, sino uno más nuevo, que estaba sujeto al paraíso decodificado por todos. La aprobación se convirtió en trofeos. Procuré andar derecho y en buena dirección, pero todo me llamó a la tentación y volví a caer en la zozobra.

Las buenas costumbres que “producen niños bien” calaron mi vida. Crecí con el estigma de equipararme a forciori con mis iguales, amordazando cualquier asomo de espontaneidad. Esta represión me convirtió en el espartano que lucha por su vida en el Coliseo romano todos los días.

Asumí ser un samurai aplicando los principios del bushido en un mundo lleno de falacias y despropósitos. El nuevo yo desarrolló mecanismos de defensa ante los otros y guardó en el baúl de los recuerdos la verdad instintiva, la que responde con sentido común y emerge del alma.

En este festival de máscaras y protocolos, mi otro yo fue trasquilado por el juego cortesano. La renuncia a la individualidad era el pago para estar bien. Acepté el importe y seguí por la vida sin preguntarme en el después. ¡Viva la inmediatez que no cuestiona lo profundo! parecían gritarme todos y me estanqué siendo el otro yo que todos querían que fuera. “Adiós, que te vaya bien, si algún día quieres volver sabes dónde estaré y si no ya me fui”.

Mi otro yo prosperó en la permanente evaluación de los centinelas. Me convertí en un niño sin conciencia ¿Quién la tiene?, acumulando “puntos” para la fase de metamorfosis que seguramente vendría y pasar del otro yo al otro yo del otro yo. La carne sobre el pensamiento era la condición para proseguir y no tuve más remedio ¿Lo había? que sobrevivir en el conformismo inducido. B.H.G.

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1 comentarios:

A las 26 de enero de 2009, 16:08 , Anonymous Anónimo ha dicho...

Me parece muy bien el trabajo. Enhorabuena, Lo voy a citar en un trabajo que estoy haciendo sobre psicología de los niños.

 

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